Por Fernando Ramos
ada residente tiene una historia de vida. Hoy Paulina nos narra la suya: Me llamó Paulina Herrera del Río y nací en 1933. En realidad, oficialmente me llamó Mirla Pablina Herrera del Río. Con respecto a mi nombre les quiero contar una anécdota: cuando mi padre me fue a inscribir él quería ponerme de nombre María Paulina, pero el oficial de Registro Civil estaba borracho o bebido y escribió en el libro de registro Mirla Pablina, nombre que no me gusta para nada, así que sólo lo uso para trámites legales.
Nací en un pueblo muy pequeño cerca de Los Ángeles, en Negrete; cuando salí del colegio a los 17 años me fui a Concepción en busca de mejores oportunidades de trabajo, ya que mi padre era muy viejito y teníamos problemas económicos y no nos alcanzaba el dinero para financiar la Universidad.
Ya una vez estando en concepción, empecé a mirar los avisos de trabajo en el periódico y encontré uno de una empresa: Williamson Balfour, a la que concurrí y me contrataron como junior. Hacía trabajos menores, como aseo, despachar cartas, etc. Al término de mi trabajo me quedaba en la oficina, tomaba los archivadores con cartas y empezaba a copiarlas en la máquina de escribir con dos dedos para poder aprender a usarla. Una vez que terminaba mi labor me iba estudiar inglés al Instituto Chileno Británico. Así fui ascendiendo en la empresa hasta ocupar el cargo de secretaria de gerencia. Lamentablemente, la empresa donde trabajaba trasladó sus oficinas a Santiago por lo que tuve que empezar a buscar un nuevo trabajo. Postulé al diario el Sur de Concepción donde quería trabajar como redactora. Me aceptaron, pero me dijeron que tenía que empezar de abajo: me mandaron a trabajar en la biblioteca que quedaba en el subterráneo y fui ascendiendo de cargo hasta llegar al tercer piso donde quedaba la gerencia general y las oficinas de los redactores. Conseguí, posteriormente, otro trabajo en la biblioteca de la Universidad de Concepción que me calzaba perfectamente con el trabajo periodístico. Estando ya trabajando en la biblioteca, llegó un día un locutor de radio famoso de la época, Mario Céspedes, a quien lo habían contratado para dirigir la primera radio de la universidad. Él me pregunto si quería trabajar con él en la radio lo que acepté, y llegué a ser subdirectora de la primera radio universitaria. Como era funcionaría de la universidad tenía la opción de estudiar diferentes materias como oyente, en ese tiempo no existía la carrera de periodismo, pero como tenía más de cuatro años de trabajo periodístico en el diario, la universidad de Concepción me otorgo el título de Periodista.
Ya en la década de los 60 conocí al que iba a ser mi marido, Max Nolff, quien era economista industrial y periodista, se desempeñaba en un alto cargo en las Naciones Unidas, trabajando en la Cepal y el Penut. Nos casamos y en el año 1973 a Max lo designaron a trabajar en Colombia; después nos trasladamos a Caracas, donde nació mi hija Paula y más adelante nació mi hijo Alberto en Santiago. Debido al trabajo de Max, tuve que vivir en diferentes países, especialmente de Latinoamérica y el Caribe y en algunos de Europa; en el intertanto, mi hija Paula creció y se fue a estudiar a Madrid, posteriormente se casó y actualmente vive en Italia.
Pasaron los años, deambulando de país en país por el trabajo de mi esposo hasta que él jubiló y nos volvimos a Santiago. Años más tarde mi esposo falleció y yo me quedé viviendo con mi hijo Alberto, quien al año siguiente murió trágicamente en la calle producto de un derrame cerebral. Ante este momento tan difícil por el que estaba pasando me fui a Italia por cuatro meses a la casa de mi hija, y la verdad, es que no me acostumbré, así que me volví nuevamente a Chile a vivir sola.
Con el correr de los años fui envejeciendo y una vez que mi hija vino a Chile le pedí que me acompañara a visitar residencias de adultos mayores para ir pensando en el futuro, visité varias, y la única que me gustó fue una que quedaba en Lo Barnechea, se llamaba Beit Israel.
Pasó el tiempo, mi hija volvió a Italia y nuevamente me visitó a principios del 2020. A los dos días de su llegada me dio un accidente cerebro vascular por el que fui a parar a la Clínica Alemana. Mi hija tenía que volverse a Italia y tuvo que tomar una decisión rápida: llevarme a alguna parte donde me pudieran cuidar al salir de la clínica. Una gran amiga mía, que me apoyaba en todo, tenía una kinesióloga particular que la atendía a ella y que trabajaba en una residencia para adultos mayores. Coincidió que justo era la que había visitado anteriormente con Paula y que me había gustado… así, con la ayuda de la kinesióloga de mi amiga, quien hizo de puente, llegué a vivir en Beit Israel. No fue fácil tener que dejar todo de un día para otro, además justo se desató esta pandemia que nos aisló del mundo exterior. Mi hija ya tenía todo vendido, hasta el departamento y no se podía ir porque los vuelos no salían y tampoco me podía venir a visitar ya que las residencias de adultos mayores se cerraron por orden de la Serermi debido a la rápida propagación del virus, que atacaba principalmente a los adultos mayores.
Ya llevo más de un año viviendo en Beit Israel. Al principio, como dije anteriormente, fue difícil acostumbrarme, pero la calidez, el cuidado y el cariño que acá me han entregado han hecho que poco a poco me fuera integrando a los diferentes grupos de actividades que existen en la residencia. Otra de las cosas que más disfruto de estar viviendo en Beit Israel son los jardines, se nota que fueron diseñados para que los disfruten adultos mayores.
Creo que ahora, que ya lo veo con más calma, fue la mejor decisión que tomaron por mí, me siento plenamente acogida y disfruto el día a día.