

Por Juan Ignacio López
Desde la Comunidad de Viña del Mar, nos hemos propuesto un propósito: compartir esta experiencia personal y dolorosa, con el objetivo de que las personas que lo lean extremen sus precauciones, eviten el contagio y hagan todo lo posible por permanecer sanas. Las consecuencias, como la cercanía a la muerte o la perdida de seres queridos, secuelas y momentos de mucho dolor son cosas que pueden ser evitables. Aquí el testimonio de nuestro querido Juan Ignacio López.
“- Tuviste suerte, Juan.
– ¿Suerte doctor? Mire como estoy, lleno de agujas y tubos.
– Suerte porque te contagiaste con el COVID ahora en Agosto y no en Marzo…”.
Con la paciencia y conocimiento desarrollado en menos de cinco meses, el Dr. Reinoso, rubio y de no más de treinta años, afirmado en las barandas de la moderna cama de la UCI, llena de botones y controles eléctricos, me explicó que ahora existía una experiencia empírica de cómo tratar la enfermedad y disminuir al máximo, sino totalmente, las secuelas del virus que nos ha mantenido en jaque durante todo el año 2020.
Acepté lo dicho por el médico y me mordí la lengua para no reclamar el fallecimiento de mi madre el día 18 de agosto, cinco días atrás. Mi silencio se vio recompensado, porque en una ronda medica algunos días después, Tatiana, otra joven doctora, después de auscultarme los pulmones con su estetoscopio inicio el protocolo para saber cómo me había contagiado.
Le conté que mi hermana y mi cuñado, ambos profesores de la Universidad de Playa Ancha, se la habían llevado a mediados de marzo a Curauma para que estuviese en un medio más protegido. Y así ocurrió hasta el cinco de agosto en que Ester, mi hermana, me llamó y me dijo: “por favor, ven a buscar a la mamá porque nosotros nos vamos a la Clínica Viña del Mar.” La llevé primero a su departamento, porque eso era lo que quería y después la trasladaron al Hotel Ibis de Valparaíso, convertido ahora en una residencia sanitaria.
“- Mi mamá falleció aquí en el Hospital. Tenía 94 años. Era autovalente, pero se quebró su cadera en la residencia sanitaria y la trasladaron a este servicio.
– Yo estuve al lado de su madre cuando falleció
– ¿Doctora?
– Estaba dormida bajo calmantes y su muerte fue tranquila y sin sobresaltos…”.
Sentí paz y alivio. Inmediatamente le agradecí a Tatiana, la joven y delgada médica. Esa mañana pude dormir un par de horas más después de su visita.
Hay un protocolo para el asistir y trasladar pacientes que se sos-pecha están con COVID-19 positivo. Pero ese día cinco de agosto, yo no estaba dispuesto a solicitar una ambulancia ni pedir un Uber. La fui a buscar yo, su hijo, con las máximas precauciones. En el auto, me pidió le comprará pan y algunas otras cosas en el Supermercado. Me estacioné en el Unimarc de Curauma, y le pedí que me esperara en el auto tranquila. Conversamos brevemente y tuve la intuición y el presentimiento de que esa sería una de mis últimas conversaciones cara a cara con mi madre. Hablé con ella varías veces después, pero por celular, hasta que la trasladaron al Van Buren donde perdí la comunicación con ella para siempre.
Lo dicho por Tatiana, la joven médica, cerró un círculo con mi madre. Treinta años atrás, cuando falleció mi papá, decidí aparte de ser su hijo convertirme en su amigo y apoyo. Cada día en su compañía fue un regalo de la vida. Los últimos años, al notar su decaimiento y perdida de energías, yo había empezado a prepararme para su partida. Lo inesperado fue como ocurrió, pero las palabras de Tatiana: “se fue en el sueño, sin dolor ni sufrimiento”, lograron reestablecer mi conformidad.
Sala 410
En la tarde del viernes 21 de agosto, Johanna se desesperó y me grito que no debía morirme, que no quería quedarse sola. Llamó a Ricardo, enfermero a cargo del servicio de ambulancias y profesor, al igual que ella, de la Escuela de Enfermería de la Universidad de Playa Ancha y le pidió que me vinieran a buscar.
La última vez que estuve en una ambulancia fue en el año 1960, cuando me quebré el brazo. El vehículo era una camioneta cerrada con una camilla. La ambulancia que llegó ahora con el COVID-19, me parecía a una nave espacial. Llena de monitores e instrumental. Los paramédicos me controlaron la saturación de oxígeno, presión arterial, temperatura y me pusieron más oxígeno para ver mi reacción. Todo esto estacionado frente a mi casa. Después de los exámenes, dentro de mi sopor, los escuché informar y pedir instrucciones al Hospital.
“- Nos vamos al Van Buren ahora.
– Tengo que llevar algunas cosas personales.
– Después las pide.”
Estuve algunas horas en una sala de espera, seguramente, también para hacer antesala y que se produjera un espacio en la UCI. Después me introdujeron una aspiradora a las fosas nasales que removieron hasta mis meninges con un dolor que no se lo deseo a nadie, me instalaron en una cama llena de controles electrónicos y me llevaron al scanner. Todo esto lo recuerdo vagamente. Lo único que puedo decir es que las dos primeras noches en la UCI, no dormí más de media hora, pese a estar lleno de calmantes.
En la sala había tres pacientes más con separaciones de dos me-tros entre cama y cama. Con monitores parecidos a una pequeña pantalla de TV que median la saturación del oxígeno en la sangre, las pulsaciones por minuto, la cantidad de veces que se respira cada 60 segundos y la presión arterial en tiempo real. Sentí que estaba bien controlado, pero la ansiedad aumentaba cada vez que el monitor cambiaba los sonidos de “todo está bien” a los de “vengan a ver rápido lo que esta pasando”. Con una frecuencia cada veinte segundos, el sonido molestó y llamó la atención de algunos familiares y de nuestro rabino Yonatan que me llamó por teléfono atentamente para saber de mi condición.
En un momento, que no puedo precisar, entró una enfermera con un bolso negro de papel que tenía mi nombre manuscrito con letras de imprenta y lo dejó encima de mi cama.
“- Su hija Begoña le mandó esto. Revíselo para que pueda guardarlo en su velador metálico.”
Mi querida hija me había enviado lo que no alcance a traer: cepillo y pasta de dientes, jabón, champú, colonia, toallitas húmedas, una peineta, una presto barba y una toalla. Todos los artículos con mensajes como: “te quiero papá”, “lucha por mejorarte”, “tú puedes” y “te esperamos”.
“- Se le iluminó la cara don Juan. Se nota que su hija lo quiere mucho”.
Francisco
Dos días después de ingresar a la UCI, conocí a Francisco, contador de profesión de cuarenta años y vecino mío en la cama del frente, con el numero 4 en la Sala 410, Me contó que la noche del viernes fue terrorífica para ellos. Se asustaron porque cuando entraron mi camilla a la sala, también entraron seis personas: médicos, enfermeras y auxiliares rodeándola. Encima de ella y sobre mí, trataban de “convencerme” de volver a este mundo. Yo mientras tanto, sin tener consciencia de lo que pasaba en el mundo real, me sentía cami-nando con muchos otros más, a través de un puente, algo parecido a lo que algunas personas describen como un túnel de luz.
Las dos primeras noches fueron terribles, no pude estar tranquilo y casi no dormí. En posición de “guatita” en la cama, mi problema era como ubicar mis brazos llenos de vías para introducirme medicamentos y la tubería que me bombeaba a través de mi nariz el cincuenta por ciento de oxigeno que mis pulmones no ingresaban en forma natural a mi organismo.
Cuando pude darme vuelta y conversar con Francisco, siento que fue el momento en que empezó, con lentitud, mi proceso de mejoría y mi regreso a este mundo.
Uno de los momentos terribles ocurrió al comenzar la quinta noche, cuando el monitor del paciente frente a mi cama empezó a emitir sonidos “vengan con urgencia”, que no escuchaban en el exterior las enfermeras. Todo pasó muy rápido. Cuando entraron a controlar al paciente, ya era muy tarde. Los tres que quedamos esa noche en la sala, vimos salir a la que fue una persona algunas horas atrás y que alcanzó a conversar por celular con sus seres queridos, dentro de una gran bolsa de plástico. Durante toda esa noche y las primeras horas del día siguiente nadie pudo conversar. Hasta que se abrieron las puertas de la UCI, y entró un nuevo paciente lleno de tubos y cables y ocupó el lugar que poco tiempo atrás había quedado vacío.
Johanna
Lo que no tenía consciencia es que Johanna, también contagiada, pasaba los primeros días de su enfermedad sola, en la casa. En momentos críticos o de enfermedad, siempre se aprovechaba de su condición de enfermera universitaria titulada en Israel y que en los años 90 revalidó en la Universidad de Chile, para tomar la actitud de “yo puedo con esto”, o la otra versión más conocida por todos: “en casa del herrero, cuchillo de palo”. Enfrentar fiebres, resfríos invalidantes y otras lindezas en pié con una actitud desafiante.
También pasó las mismas primeras noches difíciles y al tercer día pudimos dialogar. Hablamos de cómo nos sentíamos y también me contó que los vecinos se habían preocupado de ella llevándole alimentos, jugos, agua mineral, pan, jamón de pavo y queso. Como también, María José, hija de mi primer matrimonio y que vivió un tiempo con nosotros y en la actualidad residente de Nueva Zelanda, le hizo un pedido por internet de mercaderías.
“- Ves Juan Ignacio que era importante que viviéramos en el antiguo concepto de barrio.
– Tienes razón.
– También la Cote, me hizo un pedido del Jumbo que me llegó hoy. Tengo todo lo que necesito y estoy mejorando”.
Johanna, inscrita en el Consultorio Jean Marie Thierry, recibió y recibe a diario llamadas de médicos y enfermeras para controlar su evolución, como también él envió de medicamentos.
Pensando en su actitud y cómo reaccionó frente a la invasión del virus en su organismo solo me queda especular con que Johanna en su vida de hospitales, en sus misiones en Viet Nam y en Centro América por Médicos del Mundo (incluyendo una fulminante malaria), debe de haber generado una cantidad impresionante de anticuerpos que enfrentaron al COVID y lo vencieron.
Mi hermana Ester y mi cuñado Rafael
Ambos en la Clínica Ciudad del Mar pasando los momentos más difíciles, porque los dos llegaron a la parte más extrema del tratamiento que es la intubación y la sedación total para evitar los dolores y sensaciones angustiantes.
Mi cuñado Rafael se complicó a nivel pulmonar y falleció el viernes 29 de agosto. Mi hermana Ester (sedada) desconocía la muerte de nuestra madre y de su marido, colega de trabajo… su complicidad era tal que compartían diariamente la misma oficina en la Universidad de Playa Ancha.
A los pocos días, mi hermana empezó a mejorar, y al estar consciente empezó a preguntar por todos. La doctora de la Clínica invitó a mis dos sobrinos, Rafael y Rodrigo, a vestirse como el personal de primera línea e ingresar junto con ella a la sala donde estaba Ester y mediante zoom unirse con su otra hija Carolina, en Santiago. En conjunto, le dieron las noticias. Respecto de nuestra mamá hubo un mayor consuelo, porque la disfrutamos cada día durante sus 94 años. La noticia de su marido, con el cual iban a cumplir cincuenta años de matrimonio, la descompensó y profirió palabras de rabia y dolor.
Solamente mediante mensaje de textos, por lo afectada que quedan las cuerdas vocales, me pude empezar a comunicar con mi querida hermana. Lo primero, fue quitarle de encima su culpabilidad por habernos contagiado. Por fortuna, mis pa-labras fueron exitosas, alivianando su carga.
“- Fue un accidente Ester. Yo te agradeceré todos los días de mi vida el cuidado que tuviste con nuestra mamá”.
Hoy nos estamos comunicando con mensajes grabados de WhatsApp y apoyándonos en reconstruir nuestras vidas mirando hacia adelante. Ambos de alta unidos a Johanna, apren-diendo a caminar, recuperar nuestras masas musculares y a encontrar sentido a la oportunidad de estar de vuelta.
Johanna y yo agradecemos como familia los llamados de aliento de nuestro rabino Yonatan y de los miembros de nuestra Comunidad, como así también las expresiones de sentimientos frente a la partida de dos de nuestros seres queridos, inclu-yendo la plantación de arboles en Israel a la memoria de ellos.
Esta fue mi experiencia que la comparto para que, tal como dice en el primer párrafo: extremen sus cuidados y se mantengan indemnes hasta que, beezrat Hashem (con la ayuda de D’s), aparezca la vacuna que nos permitirá volver a abrazarnos y a disfrutar de nuestra vida comunitaria como tanto anhelamos.