“No me nació cargar mi historia con tragedias”
Por Amit Nachari, editor del libro
Durante meses Violeta Knapp (93) me recibió en su cálida y luminosa habitación de la residencia CISROCO. La primera vez fue acompañado de Pedro Koenig, quien me había dicho que la residente húngara-chilena necesitaba que alguien le ayudase a ordenar y editar algunas historias de su vida. “Creo que quiere convertirlas en un libro, ¿te interesa?”, me preguntó. Guiado por la curiosidad, el viernes de esa misma semana Pedro nos presentaba. No sin antes haberme advertido, certéramente: “acepta el café, que es buenísimo, y prepárate para escuchar”.
Su habitación, en el cuarto piso, tiene una sala de estar contigua al dormitorio, y está forrada de libros en castellano, español, húngaro y alemán. Nos sentamos alrededor de una mesa de vidrio redonda, pegada a una ventana por la que se reflejaba el tímido sol de invierno. Sin preámbulos, Violeta me entregó una carpeta azul. “Aquí está todo”, me dijo, “¿qué podemos hacer con esto?”. Impresionado por la tarea ya emprendida, hojeé lo que eran cuarenta pasajes autobiográficos titulados de formas explicitas o intrigantes. El viaje a Chile era un tanto predecible, pero El miedo o Nenúfares me mantuvieron expectante.
Ya degustando el amargo café, Violeta se lanzó. “Soy como un grifo”, me dijo, “una vez que me abro y comienzo a contar historias, no paro”. Y sí que era cierto. Lo comprobé ese mismo día, en el que habló de Budapest, del Chile de los setenta, de Israel, de Toronto; de autores húngaros cuyos nombres ni comprendía; de personas a las que no conocía. La cantidad de información me abrumó a la hora y media. Pero esa capacidad de narración permitió que las siguientes sesiones solo necesitaran un disparador; bastaba con preguntar “y el viaje en barco desde Europa a Chile, el ’39, ¿cómo fue?” para que ella completara y coloreara la historia.
Incluso en pandemia las sesiones siguieron sucediendo. A través de llamadas telefónicas, con audífonos en las orejas y las manos en el teclado del computador, transcribía a una velocidad abrumadora lo que ella me relataba, para así completar, embellecer, cortar, alargar y corregir lo que se convirtió en este libro, que desde hace un mes es una realidad. Violeta lo puede tocar, hojear, pero no leer: ha perdido una parte de su visión, y lo lamenta. Pero ella no es quien aprenderá de Sin símbolos ni estrellas.
Desde el patio del CISROCO, con una mascarilla N95 puesta, bajo un toldo con un plástico transparente que nos divide, conversamos sobre el trabajo hecho.
¿Qué forma querías que tomaran esos escritos, en un principio?
– Que se convirtiese en libro no lo veía realmente factible. Además, no podía hacerlo por mi cuenta. Necesitaba pasar por una revisión para que todo cuadre, para que no quede tan desparramado como estaba. Ahí nos encontramos. Y quedó así, como una lectura liviana que se compone de historias breves, como cuentos.
¿Fue una cuestión natural, entonces?
– Durante años había tenido guardadas las ganas de escribir mi historia. Pasó mucho tiempo hasta que me decidí a comenzar; fue unos años antes de llegar al Cisroco.
¿Cuál fue tu motivación inicial?
– Dejar algo concreto después de que yo no esté. Mi familia está dispersa por el mundo. Una mitad aquí, en Chile, y la otra repartida entre Canadá e Israel. Quiero que les quede algo de mí.
¿Cómo fue comenzar a escribir?
– Siempre he escrito, pero en otros formatos. Copiaba ideas de otros libros; juntaba frases que me parecían buenas. Escribía mucho, a mano. Cartas con citas que me gustaban; las ideas que surgían a raíz de ella: toda una filosofía abstracta.
Pero luego comenzaste a escribir sobre ti…
– Sí, porque pensaba en todo que lo que alguna vez había escrito, todo lo que anoté. Y comenzaron a brotar ideas sobre las que escribir. No alcanzaba a plasmarlas en el papel por la velocidad con la que surgían. Me quedaba hasta la madrugada garabateando por ahí; era cuando mis ojos funcionaban bien. Entonces, en ese momento me decidí a comenzar. Si no lo hacía ahí, no iba a suceder nunca.
¿Ha sido terapéutico?
– Desde ese momento he tenido el tiempo y la tranquilidad mental de poder pensar las cosas. A la vez que puedo planificar algo: este proyecto. En alguna parte del libro dice:
“sin planes no se puede vivir por delante”.
Es importante para mi estar siempre haciendo o elaborando algo.
¿Cuál es el tono con el que escribiste?
– No quise escribir mucha tragedia. Las emigraciones, donde quiera que se lean, se tratan como una catástrofe monumental. Hay momentos tristes, lógico. Cuando tuve que emigrar de Budapest a Chile me vi obligada a deshacerme de gran parte de mis libros, por ejemplo. A momentos así, que no fueron de júbilo, igual les traté de dar un enfoque más alegre, más entretenido. No sé si fue un propósito establecido; algo previamente elaborado. Simplemente no me nació escribir tragedia. Llevamos demasiado tiempo lamentándonos por lo que nos pasó. Consideré que hay un lado bueno también.
Esto va dedicado a tu familia, pero también lo va a leer otra gente
– Nunca había pensado en venderlo, porque no soy una escritora profesional. Para eso debí haber comenzado a los siete años.
De todas formas, va a haber gente que no conoces que lo leerá
– Estoy ansiosa por escuchar opiniones. Porque la gente conocida tergiversa un poco, por cariño. No van a decir que fue una lata leerlo, o que fue un desagrado. Sí se podría juzgar según el entusiasmo con el que lo digan, ¿cierto? Pero por lo mismo, le dije a varias personas que el precio del libro es que me tienen que dar, luego de haberlo leído, una crítica real.
¿A quién, por ejemplo?
Hoy le entregué el libro a dos bisnietos que hicieron Bar y Bat Mitzvah: Rafael y Micaela. Estaban impresionados cuando descubrieron que el libro lo escribí yo.
– Él aún más; quedó choqueado. Me preguntó varias cosas al respecto. Yo creo que es porque lee mucho. Le dije que cuando sea grande y lo lea, se reirá. Porque el mundo entero va a cambiar. Imagínate los cambios que va a haber de aquí a 50 años; todo lo que narré va a ser distinto.
¿Y ahora?
– No sé si tendrán la madurez para analizar todo. Probablemente les interesen las historias de cuando yo tenía la edad de ellos. Cuando llegué y conocí Chile, quizás. Y, por lo demás, en un inicio consideré como negativos todos esos cambios. Me comenzó a gustar vivir en Chile mucho años después, cuando ya me había adaptado. Pero en un inicio me sentí castigada, ajena a todo. Mi padre, Ernesto Knapp, fue quien siempre tuvo entusiasmo por Chile. El chileno más patriota que conocí. Nunca dejó de agradecerle al país el habernos salvado de la guerra.
¿Y tú?
– Ya sabes que a los hungaritos les tengo poca estima. Y por Chile, desde luego que hay algo de cariño. No soy patriota chovinista, pero algunas cosas, como ver la majestuosidad de la cordillera, me han emocionado hasta las lágrimas.
Nota: el libro está disponible para el público. Consultar al mail amitnachari97@gmail.com, o al número de teléfono +569 75488489.
Sin símbolos ni estrellas
Escapa de Budapest el 39, junto a sus padres y otros trece miembros de su familia. Cuando Hitler invade Polonia, ellos ya navegan por el Atlántico en el Orazio, un buque de carga italiano sobrepoblado de judíos, como ellos. Bordean la costa desde Centroamérica hasta el puerto de Valparaíso, y desde allí reinician sus vidas. Asisten al Club Húngaro de Santiago, en el que recuerdan a familiares y amigos que quedaron atrás, acompañados de melancólicas melodías magiares.
La protagonista de esta historia continúa con la búsqueda de un lugar al que pertenecer migrando nuevamente, a inicios de la década del 70. Primero intenta establecerse en Israel, donde su estadía es corta, y luego vive décadas en Toronto. Vuelve a Chile con más de ochenta años, y en el hogar de ancianos Cisroco decide escribir sus memorias. Además de evocar recuerdos familiares, reflexiona que los símbolos y las estrellas de los países en los que vivió le causan, en algunos casos, indiferencia. En otros, desprecio.